Por Fernando de Ita

[Un hombre de teatro de principio a fin, el colombiano Santiago García (1928-2020), con su buen humor siempre al costado, es retratado puntualmente por nuestro crítico de arte escénico en un tributo al artista que no cede jamás a las adversidades…]

Santiago García Pinzón fue un ser de bien y un extraordinario hombre de teatro con sentido del humor. Un “cachaco” de cuerpo entero. Nació en Bogotá en 1928 y murió recientemente, el pasado 23 de marzo, en la capital de Colombia a las 91 primaveras. Se han dicho tantas cosas de su bonhomía y su amor al teatro que intentaré darle marco a esa erupción de panegíricos que no ubican, sin embargo, el bagaje histórico de su vida y de su teatro.

      Santiago tendría 20 años cuando asesinaron a Jorge Eliécer Gaytán, el 9 de abril de 1948, dando lugar al nefasto “bogotazo” que inició una de las guerras fratricidas más longevas del mundo, entre liberales y conservadores. El teatro colombiano no se explica sin esa lucha que devino en la guerrilla más tenaz de Latinoamérica dando pie a la contra militar y sus diversas facciones. Ser joven universitario en la Colombia de los años cincuenta te forzaba a tomar partido a favor o en contra de status quo. Como en México, la Universidad Nacional, en este caso la de Bogotá, fue semillero de vocaciones teatrales. Ahí Santiago comandó al grupo de teatro más sobresaliente de aquella casa de estudios. En 1957 el director japonés Seki Sano fue expulsado de México por haber dicho que María Tereza Montoya, la eximia actriz del teatro azteca, era una cacatúa. Se exilió en Colombia, y antes de que lo corrieran de ahí, ahora por comunista, fue maestro del futuro fundador de La Candelaria, quien completó su formación académica en Praga, Berlín, París y el Actor’s Studio de Nueva York.

      A diferencia de México, en Colombia no había un teatro institucional ni apoyo alguno para la producción dramática y escénica. Reinaba el teatro comercial, del que surgió otra de las figuras emblemáticas del teatro colombiano: Fanny Mikey. Gracias a esa orfandad de recursos públicos, Santiago García y Enrique Buenaventura iniciaron en los años cincuenta la renovación del teatro colombiano que terminaría germinando al Teatro de Grupo García con el colectivo El Búho Buenaventura con el Teatro Experimental de Cali. En contraste con el teatro independiente de Argentina y Uruguay, y el teatro experimental universitario de México y Chile, el teatro de estos adelantados tenía una fuerte carga ideológica que los colocaba, en diferentes grados, en la lucha por una sociedad más justa, que la guerrilla perseguía al inicio de los sesenta a balazos. Eran los años heroicos de  las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), cuando incluso la “gente decente” apoyaba la lucha armada. De manera que los hijos de la burguesía colombiana, como García y Buenaventura, hallaron la oportunidad histórica de combatir desde la barricada artística al mundo que construyeron sus padres.

 

La invención colectiva

Para llegar a Guadalupe, años sin cuenta, la obra más representada del grupo La Candelaria con 1,400 funciones en varias partes del mundo, Santiago García y sus camaradas tuvieron 10 años de brega entre la historia y el mito, entre la invención y la memoria, buscando un teatro popular que entretuviera e hiciera pensar a las clases marginadas. “Un Brecht tropical”, a decir de García. Esta pieza fue el pasaporte internacional del grupo que se presentó en México en 1975, por lo que ahora lamento no haberle preguntado a Óscar Liera si la historia de aquel bandido colombiano que fue traicionado y ejecutado por el gobierno tuvo algo que ver con la magnífica trilogía de bandidos sinaloenses del siglo XIX que escribió el dramaturgo culiche en los años ochenta.

      El caso es que, ya como reportero, discutí con Santiago la pertinencia de la creación colectiva que pretendía democratizar la invención artística dándoles a todos los miembros de un colectivo la responsabilidad de ser los autores, actores, escenógrafos, musicalizadores de la obra. Formado en la jerarquización del trabajo artístico, me parecía que esa democratización del hecho escénico era una falacia porque ni siquiera en el teatro renacentista de España, Italia e Inglaterra se dio el caso de que los componentes de una Compañía tuvieran talento para todas las tareas dramáticas y escénicas que requiere el montaje de un texto. No todos somos Molière. Ya había intentado esa discusión con Enrique Buenaventura, pero como cada pregunta del reportero era respondida por aquel sobresaliente intelectual con un tratado de 15 minutos, imposible de entender sin un diccionario ideológico, desistí. Santiago conocía el incidente, de manera que, enseguida de una pausa dramática, respondió:

      ?¿Hay por aquí alguna buena cantina?

      Como estábamos en el Festival de Teatro Latino de Nueva York, nos metimos a un bar en el que compartimos dos cosas: el gusto por los vodka martinis a la James Bond, agitados, no batidos, y el deleite visual por las mujeres, no sólo las hermosas, porque incluso las feas, me enseñó el Maestro, se embellecen con el deseo. En cuanto a la creación colectiva, sólo me dijo:

      ?Yo nunca podré preparar un Martini como el barman de esta barra, pero él nunca hallará una garganta tan capaz como la mía de disfrutar su obra. Esa es la creación colectiva.

 

Charlando por el mundo

Gracias a mi amistad con Ramiro Osorio asistí a la inauguración del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, que él y Fanny Mikey hicieron posible a partir del 25 de marzo de 1988. Fui testigo privilegiado de los años de gloria del Festival, asistí a varias funciones de La Candelaria en el barrio bravo del que el colectivo sacó el nombre, y escuché muchas de las disertaciones de su fundador, incluyendo las quejas por lo que él consideraba un desdén del FITB hacia los grupos locales. Pero en Colombia no volví a cruzar palabra con él, salvo en las pantagruélicas comidas de bienvenida y despedida que Fanny daba en su casa. Sin embargo, disfrute de su humor, su inteligencia, su picardía y su memoria en Madrid, Cádiz, Berlín, Montevideo y Holstebro, Dinamarca.

      Eran los 30 años del Odín Theater y Eugenio Barba congregó en aquel establo ?convertido en un envidiable complejo para el entrenamiento y la creación de ficciones? a un montón de celebridades de cuatro continentes, de modo que Santiago estaba ahí. La cereza de aquel pastel era saludar a Grotowski, quien ya estaba muy delicado de salud. El otro evento estelar consistía en la consagración de Thomas Richards como el heredero del místico polaco que revolucionó el mundo de la ficción dramática con su Teatro Pobre. Richards era un mulato nacido en Estados Unidos de quien Grotowski llegó a decir que el alumno era mejor que su maestro. El caso es que en uno de los soberbios espacios escénicos del Odín estaba la crema y nata de los teóricos, críticos, investigadores, artistas de esos cuatro continentes, expectantes por la coronación. En el silencio total entró a la sala un mulato bajito, de pelo muy corto, ni gordo ni flaco, quien con la famosa mirada grotowskiana del idiota veía a todos sin ver a nadie. En lugar de hablar abrió ligeramente los pies, descansó su cuerpo en la flexión de las rodillas y comenzó el trance, ese abandono de uno mismo que los médiums, los locos, los epilépticos, los místicos, y en cierto sentido los opiómanos, abordan desde diversas condiciones y con diferentes resultados.

      Aunque yo había practicado ese abandono en el Taller de Investigación Teatral de Maese Nicolás Núñez, como reportero preferí observar la reacción de tan exquisita audiencia. La mayor parte de los invitados se veía metida en la tarea de tocar el diapasón que marcaba el trance del mulato; era claro que los escépticos sólo aguardaban que terminara la función, pero el único que tomó a broma la situación fue Santiago, parado junto a mí en una de las puertas de acceso.

      ?En estos casos ?me había dicho? siempre hay que tener una puerta de escape.

      Discretamente comenzó a bizquear, primero de un ojo, luego del otro; enseguida abrió los ojos y los puso en blanco; sus manos comenzaron a temblar moderadamente, le siguieron las piernas y el cuerpo entero se puso a actuar como si el cosmos le estuviera dando una descarga eléctrica, mucho más bufa de la que estremecía la humanidad del Thomas, el heredero del último profeta del teatro europeo. Tuvimos que salir tapándonos la boca para silenciar la carcajada que nos acometió de pronto. Cuando pasó la risa me dijo muy serio:

      ?Mi admiración por Grotowski sigue intacta, y mi agradecimiento con Eugenio es aún más grande por haberme regalado este momento.

 

¡Ay, la Historia!

Nuestros padres dramáticos fueron hijos de su tiempo; esto es, de sus contradicciones. La Historia nos enseña que, salvo la de Espartaco, el resto de las rebeliones físicas y metafísicas no las han hecho los esclavos sino sus amos. Los filósofos, poetas, pintores, novelistas, cineastas y demás criaturas dedicadas a dar cuenta de lo real, imaginándolo y exhibiéndolo de otra manera, no vienen del proletariado, ni de cuidar cabras como Miguel Hernández. Del siglo XVII al siglo XX fueron los hijos de la burguesía y somos los hijos de la clase media los revoltosos. Ya están los emigrantes, los marginados, los desposeídos, los sicarios, reventando esa tendencia en el siglo XXI.

      (No incluyo aquí el potente, irreversible movimiento feminista porque entiendo que hasta el momento es una corriente urbana y de clase media, salvo, quizá, sus fuerzas de choque.)

      Santiago García fue un hijo del siglo XIX en el sentido histórico, social y cultural del término. El heredero de una dominación machista, racista, ideológica, represiva y sexual que él combatió con el teatro mejor que muchos de sus contemporáneos.

      He contado en otro texto el espasmo que me dio ver a Enrique Buenaventura, el teórico más tenaz del comunismo escénico, terminar su vida como cajero del restaurante del Teatro Nacional de Fanny Mikey. Santiago García se aferró al teatro y quiero pensar que su bonhomía y sentido del humor le permitieron llegar a su vejez y la obnubilación mental como el Patriarca del Teatro Colombiano. Como al prodigio de Aracataca, Gabriel García Márquez, el Alzheimer les borró su pasado del Mundo que ambos hicieron más habitable con su imaginación y su trabajo. Sólo un dios vengativo puede tomarse esa revancha. La hýbris griega (siempre los helenos, carajo). El castigo divino por la desmesura humana. Más aplicable a la dimensión universal y a la soberbia del autor de Cien años de soledad que a la modestia de Santiago García, un ser de bien y un extraordinario hombre de teatro con sentido del humor.


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