Aunque estamos, de acuerdo con la legislación electoral, en tiempos de precampaña, en los hechos ya estamos inmersos en un proceso de campaña de facto. La publicidad de los promocionales es para el público en general independiente de que se anuncia que el mensaje es solo para los militantes del partido del precandidato. Inclusive algunos equipos de campaña organizan mítines en lugares públicos y abiertos a la ciudadanía, sin importar verificar la militancia. Además, existe un debate entre las diversas fuerzas políticas que compiten por un cargo de elección popular.

Todo esto a expensas del erario. Si no hay una contienda interna, entonces ¿para qué abrir los espacios de promoción pública si no hay nada por competir? Pero así lo pensaron bien los partidos políticos al cambiar las leyes electorales.

Por lo cual, estamos ya en la posibilidad de entrar en el análisis de los actos de una campaña. Las encuestas, el análisis del discurso político, las propuestas y contrapropuestas, los dimes y diretes que surgen del debate.

Entonces, si nos vamos a la observación directa de todos esos actos y nos contextualizamos con los principios, estrategias y características del lenguaje y comunicación política, podemos concluir que falta mucho realmente a la gran mayoría – por no decir todos y caer en el absurdo de la generalización – de los precandidatos no han podido conectar con la militancia y la ciudadanía.

Se entiende que los parámetros tradicionales para definir el comportamiento de campaña se utilizan los kilómetros recorridos, cuántas personas se saludaron y asistieron a los eventos. También se cuenta el número de espectaculares, los impactos visuales en los mensajes de televisión y auditivos en las radios. A este esquema se le agregan ahora, con las redes sociales, el número de aumento de seguidores y cantidad de likes o me gusta, como del mismo modo, cuántos comentarios son positivos, los negativos y las veces en que se comparte la información en la red.

Sin embargo, ante el escenario de hartazgo social y creciente desconfianza a las instituciones del estado y a las fuerzas y clase política, esto no basta para el posicionamiento político. Hoy nadie está inmaculado para pedir la confianza de los ciudadanos. No necesariamente por haber cometido alguna conducta ilícita, sino porque de forma “per se” nos han enseñado a ya no confiar.

¿Cómo llegarle entonces a la sociedad que hoy reclama más justicia, mejores oportunidades de trabajo, consolidación de igualdad para todos los sectores vulnerables?

Hoy ningún precandidato ha logrado enganchar con esos temas. Lo que han dicho, hasta ahora, son propuestas que resultan insulsas, sosas y huecas. No surgen de un diagnóstico que evidencia conocimiento de las necesidades del ciudadano.

La soga no aguanta más tensión. Nos encontramos de nueva cuenta en un proceso electoral con estrategias de campaña políticas que no seducen a la militancia y que, por extensión en caso de seguir con la misma línea, no permearan en la sociedad en general.

Lo que al final de cuentas, nos volverá llevar a los mexicanos a tomar una decisión que no necesariamente sea la solución a los diversos problemas que enfrentamos. Tal parecería ser el clásico ciclo del proceso electoral: entrar en una campaña que nos lleve a una decisión que al terminar el subsiguiente periodo de gobierno nos decepcione, pero con otra campaña venidera volvamos nuevamente ser motivados para decidir con base en la confianza… y recomenzar el ciclo.

De este modo los mexicanos nos condenamos a ser una democracia que no termina de nacer. De un país que seguirá sosteniendo a un aparato de gobierno que actúa por inercia sin un proyecto real de nación y Estado que compartamos y sea compromiso de los políticos de seguir avanzado.

 

 


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