El Retorno (Colombia), 9 sep (EFE).- Cuando tenía 9 años, el papá de Felipe Henao le regaló una hectárea de tierra en el departamento colombiano del Guaviare y sus primeras semillas de coca para que empezara su “negocio” con su abuelo, pero el joven nunca llegó a dedicarse a esa hoja y se convirtió en activista ambiental.

“Justo cuando estábamos a punto de empezar la cosecha nos fumigaron”, recuerda en una conversación con Efe.

Su historia es la de la mayoría de habitantes del Guaviare, que en algún momento de su vida han sembrado coca o “raspado” las hojas de la mata en un apartado departamento donde estos cultivos fueron uno de los motores económicos durante los años duros del conflicto. La tierra era abundante para “tumbar” árboles y los réditos económicos eran altos.

En el caso de Pedro Mosquera, conocido como “Tita”, la coca le costó una pierna cuando recibió un disparo del Ejército mientras participaba en una protesta de campesinos que defendían sus cultivos y su sustento de la erradicación forzosa.

“El Ejército estaba arrancando la coca, por eso le hicimos un paro”, cuenta “Tita” a Efe, en una investigación en colaboración con la iniciativa Bosques liderada de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS) y la embajada de Noruega, con el apoyo de las embajadas del Reino Unido y la Unión Europea, así como Andes Amazon Fund y Rewild.

La coca “era algo muy normal”, continúa Felipe, cuyos padres eran cultivadores pero cambió su destino para convertirse en defensor de la naturaleza, los bosques y los animales de su región, algo que le causó amenazas por parte de las FARC pues en su municipio, bastión de la guerrilla, había muchos cultivos de coca y sus denuncias estaban dándole visibilidad.

MUCHA COCA Y POCA VIDA

Lo rentable de la coca hizo que los cultivos de la hoja se extendieran por la selva amazónica, incluso dentro de Parques Nacionales Naturales, zonas protegidas en las que se han producido disputas entre campesinos y el Gobierno, que pide que se retiren de esas áreas.

En la Reserva Nacional Natural Nukak una fina línea de selva oculta los cultivos de coca de los campesinos de las zonas más apartadas del municipio de El Retorno, que siguen viviendo de vender la base de coca a terceros que se encargan de producir la cocaína que exportan a Estados Unidos y Europa.

Las autoridades colombianas aseguran que son las propias disidencias de las FARC las que comercian y trafican con esta droga, aunque un comandante del Frente Primero afirma a Efe que ellos no tienen nada qué ver en el negocio y solo cobran un impuesto a los narcotraficantes que quieren sacar la pasta base.

En cualquier caso, el cultivo de la coca involucra armas, violencia y amenazas.

La coca siempre ha ido de la mano de “tumbar” selva en el Guaviare, tanto para cultivar como para construir carreteras ilegales para sacar la pasta base. De hecho una de las principales vías del departamento, que comunica al municipio de Calamar con el de Miraflores, está cerrada por ser ilegal; primero se usó para la coca y ahora para sacar las vacas en medio de un anillo de deforestación.

Pero la coca también pone en peligro la vida, tanto de las personas que la cultivan como del ecosistema selvático.

“Nosotros como no tenemos el poder, no tenemos nada”, lamenta “Tita”, quien asegura que tienen que vivir “humillados” por el Estado y por los poderes ilegales, sometidos a una vida que, en su caso, le obligó a volver a aprender a vivir con una extremidad menos.

Ahora “Tita” necesita de la ayuda de trabajadores o de su hijo para poder sacar adelante su finca, donde mayoritariamente cría ganado.

INCUMPLIMENTOS Y DESENGAÑOS

Con el acuerdo de paz con las FARC, firmado en noviembre de 2016, los campesinos que se dedicaban a la coca vieron la esperanza de cambiar a cultivos legales con las promesas de una nueva vida si se acogían a los programas del Gobierno.

“El programa consistía en vincular a la familia a partir de cuatro componentes: atención alimentaria inmediata que consistía entregarle 12 millones de pesos (unos 2.800 dólares de hoy) durante un año a la familia; seguridad alimentaria, asistencia técnica para formulación de proyectos productivos y los proyectos productivos”, explica a Efe el responsable en el Guaviare del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), Fidel Navarro Gutiérrez.

En el Guaviare, 7.200 familias se vincularon a este programa. “Cuando arrancamos había unas 6.800 hectáreas de coca, aún hay por levantar unas 3.227 hectáreas que son controladas por las disidencias y otros grupos al margen de la ley que no permitieron que las familias se vincularan al programa en su momento”, agrega.

Pero hay “un desfase entre lo planeado y lo finalmente ejecutado”, ya que hay un atraso de más o menos dos años y medio en la implementación de los proyectos productivos, por lo cual las familias alegan incumplimientos de lo acordado.

Yuca, piña, chontaduro y maracuyá fueron algunos de los nuevos cultivos adoptados por los campesinos cuando dejaron la coca, pero rápidamente comprobaron que no eran tan rentables y que incluso les salían caros: los chontaduros acaban cayendo al suelo sin ser recogidos y comercializados porque sacarlos de las fincas es muy costoso.

La coca, una mata corriente que no destaca por ser exótica o extravagante, se ha impuesto a la riqueza natural de la selva, en la que desde el cielo se ven las cuadrículas de los cultivos que durante años fue el sustento de los campesinos pero que vinieron acompañados de una violencia que aún hoy sigue rodeando sus vidas.

 

 

 


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