La paradoja de elegir por voto popular a quienes deben aplicar la ley con independencia

En la discusión pública mexicana, la propuesta de someter a votación popular la designación de ministras, magistrados y jueces federales se presenta —según sus promotores— como el paso definitivo hacia una “democracia plena”. Sin embargo, al colocar los cargos del Poder Judicial en la arena electoral, se corre el riesgo de confundir representatividad con legalidad y de transformar a quienes interpretan la Constitución en simples competidores de simpatías partidistas. Conviene, por ello, recordar qué es el Poder Judicial, por qué su diseño exige rigor técnico y cómo la independencia judicial es columna vertebral del Estado de derecho, ese ideal en que el gobierno de las leyes se impone al gobierno de las mayorías pasajeras.

Ya en el Congreso Constituyente de 1917 se debatió si las y los juzgadores debían ser electos por sufragio directo. El constituyente resolvió que la justicia requería profesionalización, mérito y estabilidad, no popularidad inmediata. Por ello, los artículos 94 a 107 de la Carta Magna consagraron un proceso de selección estratificado y avalado por exámenes, controles internos y aval legislativo. A la luz de aquel antecedente, la pretensión de volver al voto directo luce como un retroceso que desatiende las lecciones históricas sobre la fragilidad de la justicia cuando se sujeta a pulsiones electorales.

En primer lugar, la esencia de la división de poderes radica en que cada órgano del Estado posea un modo de legitimación propio: el Ejecutivo y el Legislativo derivan su fuerza del sufragio; el Judicial, de la pericia jurídica y la sujeción estricta a la ley. Mezclar las fuentes de legitimidad genera confusión funcional: si juzgar exige decir qué significa la Constitución aun frente al clamor popular, entonces el juez–candidato tendría incentivos para acomodar sus fallos a corrientes de opinión o a compromisos de campaña. Una judicatura dependiente de la popularidad deja de ser contrapeso y se convierte en correa de transmisión del poder político.

Asimismo, la labor de interpretar la norma es eminentemente técnica y hermenéutica: implica resolver lagunas jurídicas, armonizar principios y ponderar derechos en conflicto bajo criterios de racionalidad normativa. Tal actividad exige formación académica sólida, experiencia en el foro y, sobre todo, libertad frente a presiones coyunturales. Colocar la toga en manos de las urnas equivale a sustituir la capacidad de argumentación por la habilidad retórica del mitin y a reemplazar la deliberación jurídica por la propaganda de quince segundos.

Conviene advertir, a continuación, los peligros concretos de la politización judicial:

  1. Pérdida de imparcialidad. Un juzgador electo deberá, para ser reelegido, satisfacer expectativas mayoritarias o partidistas, debilitando su capacidad de fallar contra corrientes populares cuando la Constitución así lo exija.

  2. Captura por poderes fácticos. Las campañas requieren financiamiento; abrir la contienda judicial implicaría exponer al sistema de justicia al patrocinio de grupos de presión o, peor aún, del crimen organizado.

  3. Erosión de la profesionalización. Estudios preliminares revelan que los candidatos a los puestos que se elegirían en 2025 poseen, en promedio, veinte años menos de experiencia que los jueces salientes.

  4. Debilitamiento del control constitucional. La legitimidad electoral de los jueces podría utilizarse como argumento político para desautorizar sus sentencias: si “el pueblo” votó por ellos, ¿cómo impugnar sus fallos sin parecer antidemocrático?

  5. Incertidumbre jurídica e inversión a la baja. Un Poder Judicial fluctuante y expuesto a la demagogia compromete la confianza de ciudadanos y empresas, lo que afecta el desarrollo económico y la estabilidad institucional.

Un dato ilustra la magnitud del experimento: casi 900 cargos federales irían a las urnas el 1 de junio de 2025, junto con centenares de plazas locales. Tal sustitución masiva, inédita en el mundo, configuraría un sismo institucional cuyas réplicas se sentirían por décadas.

Rechazar el voto popular no implica defender el statu quo. Antes bien, existen vías técnicas de rendición de cuentas compatibles con la independencia judicial:

  • Concursos de oposición públicos, transparentes y evaluados por comités de académicos y magistrados de carrera.

  • Pruebas de confianza y de control patrimonial, periódicas y obligatorias, orientadas a asegurar la probidad y la solvencia ética de jueces, magistrados y ministros.

  • Fortalecimiento del Consejo de la Judicatura, dotándolo de mayores facultades de investigación y sanción interna, así como de mecanismos eficaces de participación ciudadana en la vigilancia disciplinaria.

  • Publicación proactiva de sentencias en lenguaje claro; ello acerca la justicia a la sociedad sin comprometer la técnica jurídica ni la imparcialidad.

En síntesis, el Estado de derecho demanda un Poder Judicial autónomo, técnico y profesional, capaz de frenar los excesos de los otros poderes y de proteger los derechos de las minorías aun cuando ello resulte impopular. Convertir al juez en candidato trastoca esa lógica y coloca a la justicia en la feria de las simpatías fugaces. Un país que aspire a la consolidación democrática debe recordar que democracia no es sólo elegir gobernantes, sino vivir bajo leyes estables cuyo cumplimiento sea garantizado por tribunales independientes. Dicho de otro modo: sin jueces libres de la aritmética electoral, la ley se vuelve rehén de la coyuntura y la democracia pierde su ancla de legalidad. Preservar y perfeccionar la carrera judicial, reforzar los controles técnicos y blindar la imparcialidad son rutas más sólidas que entregar la toga al fragor de las urnas.


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